BUENOS Aires – Hay días en que la nostalgia se apodera de nosotros y comenzamos a sentir añoranza por aquellas personas ó lugares que nos vieron crecer, ó quizás los amamos porque abrazaron la infancia de nuestros padres y abuelos…
En estos tiempos en que la distancia parece hacerse aún más grande, esa añoranza también cobra mayor fuerza.
Aún recuerdo con alegría la fiesta de San Francesco di Paola y la de San Cosme y San Damiano en Buenos Aires; yo era muy pequeña y me llevaban mis nonnos calabreses (Raffaele de Cetraro -CS- y María de Riace -RC-). Era una fiesta de música y canciones en su dialetto, colores y ricas comidas, como los riquísimos turdilli, zipolli con pasas de uva y la mastazzuolla. Pero también esa celebración por las calles del barrio, lleno de calabreses, era sinónimo de fe y agradecimiento a sus Santos patronos.
Fue un cálido domingo a la tarde cuando, con ese sentimiento, comencé a recorrer las calles buscando cualquier pequeño detalle que me recordara esos detalles de amor que vivíamos entre mis abuelos y yo. Que me recordara cómo se sentía respirar la alegría de lo simple.
Me dejé llevar por el encanto de algunas calles de Buenos Aires hasta que, sin darme cuenta llegué a San Isidro, en el norte de Buenos Aires. Algo me llevó a ese lugar tan especial, y a medida que me iba acercando a la plaza principal y veía las casas antiguas (que alguna vez levantaron esos italianos con deseos de construir un futuro mejor), mi corazón se aquietaba; me invadía un sentimiento de cálida familiaridad. Así, cerrando los ojos, me dejé abrazar por los sabores, los sonidos y los aromas. En alguna esquina escuché a unos viejitos hablando en su dialetto y fue como si el tiempo y el espacio confluyeran en un momento perfecto.
La nostalgia fue cediendo rápidamente: hacia donde mirara todos mis sentidos se llenaban de Calabria.
Y sin dudas, el momento más conmovedor de mi paseo fue encontrarme con la imponente Catedral de San Isidro, obra de manos calabresas, de arquitectura neogótica y con su torre de 68 metros de altura y con su base en forma de cruz latina. Dentro de ella me quedé perpleja, como si una luz blanca y pura me invadiera el alma. Me emocioné al escuchar el Ave María y al ver la inmensidad y la belleza de sus vitraux, sus columnas circulares y sus arcos neogóticos. Las paredes eran de piedra y ladrillos, su altar tan sencillo pero majestuoso. Sentí paz.
Su historia es tan importante para esa ciudad (ya para 1907 su población calabresa seguía creciendo), que hasta por el decreto comunal 816 de 1972 se reconoció el esfuerzo y trabajo infatigable de esos calabreses que construían iglesias, clubes, asociaciones, escuelas…y tal fue el aporte cultural de ellos, que obtuvieron este reconocimiento del gobierno provincial denominando a toda aquella zona como “La Calabria.”
Como en tantos otros barrios y provincias argentinas, ofrecieron sus manos de trabajo como contribución a la nueva tierra que los estaba cobijando.
Era tan bello ver cómo hasta el 2019 festejaban a inicios de septiembre, en algunos barrios de Buenos Aires, la Madonna del Pettoruto!!! Iban por las calles junto a la Madonna tantos italianos con sus familias…
De ahí viene la importancia de mantener vivas las tradiciones, porque eso es permitir que nuestros ancestros continúen viviendo en nosotros!!
Desde ese momento, este hermoso barrio lleno de árboles frondosos y tan rica historia de inmigración, este pedacito de Calabria se ganó un gran espacio en mi corazón, mi refugio en esos días en que el abrazo de la familia se vuelve un deseo ferviente.
Los invito a que lo conozcan y se dejen envolver por su belleza y su italianidad. María Romina Strozza